Educar es también enseñar el respeto irrestricto a la ley

La ley: no hay garantía de éxito al obedecerla, pero sí de castigo al violarla

La violencia que México vive hoy es algo que se gestó durante mucho tiempo, varias décadas. Se equivoca quien piensa que es producto de la última política aplicada para combatir la delincuencia. Es algo que tiene sus raíces en una extraña actitud muy popular que se extendió especialmente durante las 7.1 décadas del PRI en gobiernos a todos los niveles.

¿Recuerdan aquel programa de la Televisa de las 7.1 décadas llamado "Sube, Pelayo, Sube"? Ese programa es un buen ejemplo de lo que queremos explicar aquí. Los concursantes iban y no ganaban. Sin embargo, para todos había "premio", prácticamente igual al que recibían los que sí ganaban.

De hecho, en forma generalizada permeaba en la sociedad de todo el país la idea de que "todos son iguales" de aptos o de ineptos. "Competir" era un concepto agresivo, hostil, generador de problemas. Era mucho más fácil cancelar la posibilidad de competir aplastando a los que se atrevieran a "levantar la cabeza": pasaban las aspas del sistema y se las cortaban. El éxito era el resultado de una buena integración con el sistema político. Tenían éxito quienes mejor se integraban y servían a los intereses de la clase política.

Sólo existió un grupo —formado por idealistas dentro del Partido Acción Nacional— que en forma abierta se oponía al sistema de gobierno. Realmente, mirando hacia atrás se pregunta uno cómo se pudo avanzar hasta llegar al 2 de julio del 2000 sin enfrentamientos armados. Todos los demás grupos políticos eran mágicamente absorbidos por el sistema PRI que tenía cabida para todos en sus sectores: campesino, obrero y popular. Este último era el perfecto sector comodín: el que no quepa en los primeros, tenía su lugar en el tercero. Por algo Carlos Salinas declaró, como consecuencia del evento electoral del 2000, que México no sólo había decidido cambiar de partido político, sino de sistema político o de régimen.

Constitucionalmente México era —durante los 71 años— una democracia con 3 poderes. Pero realmente era una teocracia sexenal, con un ungido sagrado producto de la voluntad del "dios" anterior. Cuando los mexicanos se convirtieron en cínicos acuñaron el término "dedazo". Ese dios sexenal tenía omnipotencia sobre los poderes legislativo y judicial, además de ser a quien en última instancia cada político en funciones le "debía" su puesto.

El concepto de "competir" estaba sustituido por el concepto de "agradar". Lo que "agradaba" al dios en turno era lo que contaba. Para todos había algo, aunque fuere sólo una caricia social. Obvio es que medios masivos de comunicación —impresos o audiovisuales— eran todos resultado de la gracia del ungido. Las concesiones para la transmisión masiva estaban estrechamente ligadas a un pacto implícito de respeto al sistema y a su ungido sexenal.

Cuando todo eso se derrumba queda una gran cantidad de gente que antes podía ser absorbida por el sistema a través de concesiones de puestos. Conforme se solidifica la competitividad como única forma de posicionarse en la sociedad moderna, el sistema de concesión como premio va desapareciendo. Eso hace que se queden "a la deriva" miles de hombres y mujeres que por incompetentes sólo habrían podido ser acomodados mediante concesiones políticas.

Conforme se solidifica el liberalismo y gana valor la competitividad como medio para lograr éxito en el sistema social y económico que se estaba formando, un número creciente de individuos ve truncada su expectativa histórica de absorción automática —premio sin méritos, igual al programa de Pelayo— para sobrevivir en la sociedad mexicana. Una gran cantidad de ellos habría sido absorbida por los cuerpos policíacos —en donde lo importante era pasarla bien, con buen dinero de las "propinas" producto de la extorsión para simular la inexistencia del delito o de la transgresión legal. Fueron 7.1 décadas de corrupción integral e influyentismo. Una combinación muy funcional, producto de la negociación intrínseca para aplacar la violencia suscitada a principios de siglo.

El mensaje populista establece que los pobres son consecuencia de que hay otros que son ricos. Ante esto se pueden tomar varias actitudes. Una es escoger la educación como un medio para traspasar fronteras entre clases económicas y sociales. Otra es encontrar nuevas formas de generar negocios con servicios, comercio o alguna industria básica. La absorción progresiva, posible sólo cuando hay creación de nuevos puestos de trabajo, es el camino más común para integrarse a la sociedad industrial. La última es el camino de la extorsión, el robo o la simulación.

Por desgracia, muchos han escogido el camino de la extorsión para provocar que la riqueza de otros pase a ser suya. Son los mismos que podrían haber sobrevivido bien en el sistema de los "Pelayos" que ha desaparecido.

¿Qué visión de la vida tienen esos hombres y mujeres que deciden vivir de la extorsión? Les guste o no a los intelectuales de la izquierda que alguna vez promovió "la revolución", existe un claro paralelo entre la revolución —destrurir para construir— y la extorsión sistematizada —tú produces y yo me beneficio o te mueres. Ambos grupos tienen en común la característica de usar las armas para ejercer su autoridad o poder. Ambos grupos prefieren ignorar que si todos decidieran hacer exactamente eso —armarse para forzar o extorsionar— estaríamos viendo el fin definitivo de la especie.

¿En qué forma podemos evitar el reclutamiento de jóvenes por parte de los grupos de extorsión? Esto para evitar el crecimiento de esos grupos.

¿Cómo evitar el constante derramamiento de sangre que inevitablemente se dará conforme los extorsionables comiencen también a armarse? Los departamentos de seguridad en las tiendas, restaurantes, escuelas, oficinas públicas, bancos, etc., tendrán que consistir en francotiradores apostados en lugares escondidos desde los cuales podrán hacer tiros certeros sobre los potenciales delincuentes extorsionadores armados. ¿A eso llegaremos?

Hay que convertir en heroica la pasión por defender el cumplimiento de la ley y colocar al policía honesto en una escala muy elevada dentro de nuestra sociedad. El delincuente agresivo no es, por desgracia, el resultado de la pobreza, sino el resultado de la frustración al no alcanzar la riqueza en un medio justamente competitivo.

Es necesario regresar a la educación básica, en la que se mencione con claridad —cada día— el hecho de que la ley es sagrada y quien no la obedece, acaba encerrado en prisión o muerto por violarla. Es decir, enseñar todos los días que no existe delito sin castigo, que no existe impunidad.

Ese proceso educativo debe incluir también la advertencia que el trabajo, la dedicación, la inventiva y la obediencia a la ley no son garantía de éxito, pero sí el único camino para lograrlo. Y a ese ambiente debe responder nuestra sociedad.

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